EL Circo, Antología

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Les presento mi sexta antología. Haciendo costumbre se corresponde con el blog que la sigue, al cual he reordenado para que quede en el mismo orden. Fueron escritos entre octubre de 2014 y abril de 2015. No es la primera vez que escribo los cuentos interactuando con compañeros, amigos y público, tanto en el Blog como en las redes.

Ha sido y, sigue siendo, una experiencia inigualable y tremendamente divertida. Creo que he mejorado, o por lo menos, puedo afirmar que algo he aprendido. Agradezco cada comentario, crítica o propuesta. Todos, de una u otra manera, me han enseñado algo y me han dado ideas desparejas.

Como es habitual, el link de descarga les deja un comprimido que con doble clic (como indica el nombre) da una carpeta con los dos formatos más usados de libros electrónicos y un PDF.

Carlos Caro

Rivalidad

Se está por cumplir el horario y antes de subir al auto para participar de nuestra tonta competencia medito acerca de Pedro. En realidad no me preocupa ganar o perder, pero sospecho que los dos pensamos que el competir es lo que mantiene nuestra amistad. Llevamos tanto tiempo en ello que se ha hecho costumbre; creo que la primera vez fue en la escuela, cuando ambos levantamos al unísono la mano para responderle a la señorita ¿Rosa?, ¿Margarita? Vaya, mis neuronas van muriendo sin previo aviso y ya ni recuerdo el nombre de mis maestras, aunque estoy seguro que era una flor.

Bastaba que uno quisiera o buscara algo para que el otro pretendiera lo mismo. No había mala intención y quizás las coincidencias se debían a un carácter parecido. No siempre se dio tranquilo o agradable; debimos sortear con paciencia y buen criterio cuando dejó de ser un juego, enconados, batallamos como enemigos por el mismo empleo, el mismo negocio y hasta el mismo amor: Juliana.

No hubo galantería que no igualáramos ni trapisonda que no nos infligiéramos. Creo que ella se cansó de ser el botín de guerra y huyó del campo de batalla con el inesperado Alfredo. Fue tal el shock, que desde entonces nos sabemos amigos.

Hace dos días me pasó a buscar con su automóvil (nos turnamos) para ir juntos al trabajo. Que compitamos por motivos similares, no implica que pensemos igual, es más, diferimos en casi todo. Su manía y afición por cualquier artilugio electrónico choca con mi desprecio más absoluto por hasta el más mísero de los electrones.

Con orgullo infantil me mostró su nuevo yi,pi,ess

—Ahh hippies, ¿te acordás?, qué época aquella: The Beatles, la lisérgica animación de “Yellow Submarine”, la extranjera provocación del amor libre y el culto por la paz de una generación condenada a la guerra en Vietnam. Sin ese destino de horror, desde aquí nos resultaba fácil seguir la moda: el jean, las prendas de Batik, los anchos cinturones, las camisas con estampados búlgaros y, tanto la barba, como los bigotes y los cabellos lo más largo que se pudiera. Se sentía y era una revolución cultural, que, como toda revolución se fagocitó a sí misma. Es increíble, mi propio hijo es más conservador que yo y en el mundo, la economía ha vuelto a disciplinar, opresora, a los jóvenes.

» ¡Woodstock! El festival. Duró tres días y asistieron medio millón de personas; primero conocimos las noticias, luego arribaron las canciones grabadas aun en vinilo y por fin, medio año después, llegaron las imágenes filmadas como documental: ni recuerdo su comienzo del viernes, “los pesados” se hicieron presente el sábado Creedence Clearwater Revival, Janis Joplin y The Who entre otros. El domingo vino lo fuerte, Joe Cocker en pleno día, fumado hasta las cejas y vociferando con su voz aguardentosa “With a Little Help from My Friends” (todavía me uno, en voz baja, a ese coro que se repite y nos une en ese inolvidable in crescendo final), Jimi Hendrix haciendo mágica su guitarra eléctrica comenzó con los acordes del himno nacional americano y le fue sumando e intercalando el tableteo de las balas, las explosiones de las bombas, el rugir de los aviones y los gritos pidiendo ayuda de los heridos. Mostraba desnudo el espanto de esa guerra repudiada y terminaba con ese mismo himno como lamento en un paroxismo de sonidos que transmitían esa locura (me estremeció hasta los huesos, nunca había escuchado ni volví a hacerlo, a una guitarra tan poderosa).

—No, no entendés nada— interrumpe Pedro— te estoy hablando del aparato para saber dónde estás, el sistema de posicionamiento global, en inglés GPS.

—Ahhh, claro, con tu inglés te entendí perfecto, ¿y para que lo vas a usar?

— ¿Ves?, marco dónde estamos y adónde vamos. Luego el aparato me va indicando el mejor camino para llegar.

— ¿Y yo soy el que no entiende nada? Estas decrépito o marmota, contá el tiempo con tu reloj y te desafío para pasado mañana, en que te toca de nuevo, te guio yo y veremos si cuatro satélites y tu cajita pueden más que mis años y mi memoria de esta ciudad.

 

Carlos Caro

Paraná, 19 de noviembre de 2014

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El viaje

El autobús de larga distancia sale de la estación abriéndose paso con ignotos chistidos de aire desde los frenos. Me recuerda a las antiguas locomotoras a vapor cuando, entre brumas, lanzaban inesperados chorros sin la menor provocación ni motivo. Al igual que entonces me asombra mi ignorancia de esos secretos mecanismos de las máquinas.

Parto sin rumbo a la aventura como Colón desde el Puerto de Palos; es solo una ilusión llamada realidad que en mi pasaje figure como destino Buenos Aires. Estoy harto de esta chata ciudad que prefiere expandirse hacia los campos cercanos, llenos de espacio, de césped y de árboles en lugar de amontonar, más moderna, un departamento sobre otro para llegar hasta el cielo. Sin embargo, tiene los primeros síntomas de Babilonia y los turistas me confunden con sus idiomas extraños.

También estoy cansado del río, en las cumbres de las colinas me parece habitar un Vaticano que lo adora como a un dios pagano. Los maitines se los rezo cuando se levanta la niebla antes del amanecer y mi vista no alcanza ni para distinguir la otra orilla. El ángelus me encuentra siempre ocupado al mediodía, pero aun así, las campanas que lo distinguen me obligan a adorarlo entre las barrancas que lo contienen. En las vísperas imito al Islam, pero en lugar de apuntar a la Meca me inclino ante la belleza de sus aguas de fuego que se encienden al roce del sol del atardecer.

Ya recorremos la autopista y, para mi sorpresa, aunque la superficie es perfectamente plana y lisa, el autobús oscila rítmicamente hacia adelante y hacia atrás. Cierro los ojos y sueño surcar las olas del mar en un bote de pesca. El agua esta cristalina y azul en un día brillante. Se torna pesadilla, el viento cambia, el cielo se cubre de nubes y el agua se vuelve gris y furiosa, asimismo la cellisca me ciega y tirito de frío. Maldigo atontado “urbi et orbi” y trato de cambiar de asiento, el aire acondicionado me ha congelado la cara.

Al recorrer el pasillo diviso un equipo para preparar mate que ostenta una prominente señora llena de sonrisas y charlas calladas. Lo medito con cuidado, conozco estas lides, pero como el viaje será largo me sentiré menos solitario. Lo previsto, al sentarme a su lado siento en mi mente el descorche de una botella de vino y, saliendo de su interior me invaden las palabras.

Intento replicar pero es como tratar de tapar el sol con las manos. Es un torrente feliz, lleno de anécdotas interesantes, también aparecen fotos: del marido, hijos y nietos. Insiste en convidarme con un mate que rechazo amable por cuarta o quinta vez, le he explicado que aquí en el litoral lo toman amargo y así no me gusta.

Dicen que es similar al café, puede ser, pero lo que lo distingue es su carácter de rito compartido, en realidad se puede beber en soledad, pero, siempre se busca al menos un compañero. Para la matrona que tengo a mi lado no creo que influyan las cualidades de la yerba, deduzco que su verborragia proviene del termo que usa: debe estar lleno de un alcohol tan puro, que no puede retener la lengua.

No sé ni por dónde andamos, me fijo por la ventanilla hasta divisar un cartel que me decepciona por el corto avance, para colmo, este país es enorme y un sencillo viaje a su capital significan quinientos kilómetros.

Nos detenemos en la estación de colectivos de la ciudad de Victoria y con un último frenazo el chófer abre la puerta y nos grita que la escala será de sólo diez minutos. No pierdo la oportunidad, salto como un resorte y me despido con una sonrisa apurada de mi némesis verbal. Al recorrer la estación me apoltrono en un cómodo sillón, también verifico el pasaje que, si bien tiene como destino final Buenos Aires, está marcado hasta Vitoria: ida y vuelta, de modo que espero al otro autobús que me regresará. Repito esta insania dos o tres veces por año, lo hago para sentirme libre, aunque sea por gusto no quiero considerarme un prisionero de las bellezas de esa ciudad, sin embargo, estas son tantas, que sospecho, a Buenos Aires no lograré llegar.

Carlos Caro
Paraná, 30 de octubre de 2014
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No te vayas

La demencia que me provoca la furia me acecha y me da ideas desmesuradas ¿Cien pastillas de alprazolam o cien pastillas de clonazepam? Esas son las balas de mi ruleta rusa que acallarán mi conciencia ¿Cuál será la que me produzca mayor efecto?

No se trata aquí de un inocuo porro fumado cuyo humo pretenda darme ligereza. No. Necesito la mayor ayuda que me dé la química para no resistirme y abrir mi cabeza al golpear las paredes, para poder arrancar los ojos de mis órbitas, para morderme la lengua hasta morir desangrado.

Tengo el pecho atravesado de heridas provocadas por mis dedos engarfiados. Quiero desgarrarlo, abrirlo y quitar de allí mi corazón. Tanto es el dolor que me provoca tu partida que me destruye por dentro, como un cáncer, que nada logra aliviar.

Alienado por el alcohol vuelvo a sufrir una y otra vez el ver tu espalda que se va. Con una pequeña maleta como compañía, cerraste la puerta al pasar con un golpe tan rotundo como definitivo. Allí quedé. Perplejo y casi inútil. Como si fuera un bollo de papel, arrojé, lejos y enojado, mi machismo y me revolqué sin vergüenza en la pena con pañuelos y whisky.

— ¿De qué me sirve ahora lamentarme?

— ¿De qué me sirve mi orgullo?

Quizás si la lengua hubiera sido mía y no de ese energúmeno que me posee, un solo “te quiero” hubiera bastado o una caricia sobre tu mejilla. Era necesario que antes pidiera tu perdón, que diera el primer paso, que sostuviera la valija para que tus brazos, libres, me abracen y quizás también me dieras un beso salado por nuestras lágrimas. Me engaño. El dolor y la rabia contra mí mismo me desboca la imaginación. Esto no hubiera sucedido así de ninguna manera.

Hace meses que tenemos problemas, que peleamos o hablamos poco. La crisis económica hizo girar nuestro mundo, polvo nuestros proyectos; nos sentimos frustrados, sin salida y encajando los dientes, sólo atinamos a sobrevivir. Hemos pospuesto, Dios sabe hasta cuándo, tener hijos y ahora que lo pienso también pospusimos nuestros sueños, nuestras risas y nuestras cotidianas alegrías. Ha sido una carga pesada la convivencia con estos lastres. Reconozco que al verme fallar como proveedor, me encerré en una caparazón lleno de cólera, y mientras trataba de protegerte, en realidad te alejaba.

Sí. También reconozco mis celos enfermizos cuando, desencajado, te reprochaba hasta un café con los amigos. Ahora que es tarde aprecio lo comprensiva y compañera que has sido, nunca pretendiste algo mayor de lo que te daba y si no has estado más cerca, es porque yo, porfiado, no te lo permití.

— ¡Mariela! — Me mira inmóvil y callada desde la puerta. No la oí entrar, me levanto apurado y trastabillo, enjugo mi cara con los pañuelos y la manga de la camisa —Disculpá el desastre, he bebido, llorado y pensado en nosotros como un tormento que me aniquila. Perdoná haber sido tan insensible, por favor, no te vayas, intentalo de nuevo.

Como una fría estatua de ojos ya secos y la pequeña valija como testigo, noto que la historia de nuestra convivencia se proyecta como una película en tu mente, el fiel de la balanza vacila…, y, vacila…

Carlos Caro
Paraná, 7 de diciembre de 2014

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No te vayas by Carlos Caro is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-SinObraDerivada 4.0 Internacional License. Creado a partir de la obra en https://carloscaro3mge.wordpress.com.

Sueños y muerte

Estaba unido a María, una zíngara. Mi corazón la codiciaba y a la vez sentía que purgaba todos mis pecados, perseguido y maldito. Parafraseando a un escritor, no sabía si me unía el amor o el espanto. Sentía que ella me dolía como el deseo sobre mi cuerpo y su nombre lo repetían, sin voluntad, mis labios. A su vez sus brujerías me mantenían en zozobra, yendo de un lado al otro por el mundo no me sabía completamente correspondido y sí en cambio, un preso de su voluntad.

Todo comenzó antes de terminar la secundaria, mi mundo era casi perfecto: buenas notas, una universidad que esperaba y, terminado casi el trimestre, una vida disipada entre compañeros, fiestas rumbosas y amores fugaces. El “casi” era como una esperanza perdida, un anhelo olvidado o una lágrima vertida en soledad. No había encontrado un amor que perdurara.

Sin embargo, cuando no lo esperaba te apareciste trasladada desde otro colegio, entiendo ahora vagamente el por qué. A los pocos días fuiste odiada por la mitad femenina de la clase: no podían competir con tus ropas atrevidas ni con tu pródiga figura, no podían igualar tus ojos ni tu piel aceitunada o tu exótica belleza de rasgos indos. La mitad masculina te oyó, en cambio, como el clarín que llama a la lid.

Aún recuerdo la impresión que me produjo tu mirada profunda. Tu nombre fue el llamador que abriría mi corazón. Durante semanas nos presentimos rodeados por otros. Hasta que un día, como invocando a seres arcanos, me dijiste:

—Te quiero. Y hagas lo que hagas serás mío.

Me asustaste, creí en tus poderes extraños, que tu gente no lo permitiría, me adiviné tu siervo y desde entonces rehuí tu compañía aunque ya estabas tatuada en mi mente. Tramposa, hiciste que la sanadora me detuviera en la calle con su atuendo romaní: varias polleras y camisas de diferentes tules y colores, las manos llenas de sortijas como runas y un aroma a hierbas exóticas. Me miró con unos ojos de hechicera y de amenaza, que me envolvieron en el conjuro que recitó:

—Mirá Juan, aunque seas un payo, hoy cambia tu vida, María te quiere y ya nada más importa. Demorá lo que quieras pero será como dar vueltas en el mismo lugar. Ella es mi aprendiz y tan poderosa que ni siquiera respetará nuestras costumbres, aunque le cueste la vida.
Rompió el encantamiento como si quebrara un cristal y se fue dejándome la sensación de que nunca había existido. Las clases terminaron y no te volví a ver ni siquiera en la fiesta de graduación a la que seguro por eso no recuerdo. Zozobré en la angustia pensando que te había perdido, me negué a acompañar de vacaciones a mis padres y como un borracho te busqué embrutecido.

Sin lugar ni tiempo, en mi dormitorio encontré una pequeña maleta preparada con ropa y un sobre a mi nombre sobre la mesa de luz. Contenía dinero, mi pasaporte y una carta fragante. María con una letra manuscrita que acarició mis ojos, me invitaba a encontrarme con ella dentro de tres días en el Café do Forte frente a la playa de Copacabana en Río de Janeiro. Amedrentado por su ausencia no lo dudé y acudí a la cita.

Cuando se presentó abrió la puerta con confianza, llevaba puesta una pequeña tanga y una toalla colorida atada a la cintura como un pareo, su cuerpo se retrataba contra el brillo de fuera y atrajo todas las miradas del lugar. Con unos inesperados celos de moro, la tomé de un brazo y la escondí con brusquedad tras una mesa.

Sonrió felina, segura de sí misma mientras mis ojos, deseando ser manos, recorrían su cuerpo. Volvió a preguntarme si quería unirme a ella, que no le importaban los tabúes propios ni ajenos. Como bruja sabía que era su cautivo y que no soportaría otra separación, ambivalente y cansado, olvidé los peligros y la selva fue el testigo lujurioso de nuestra pasión.

Viajamos felices por países y continentes, siempre mirando intranquilos atrás sobre el hombro, no perdonarán nuestro atrevimiento, nuestra locura o quizás, nuestro simple querer. En un callejón solitario nos dieron alcance y te vi incrédulo abatida, acuchillada con odio, mientras un garrote me hacía caer atontado. Besa mi cara la sombra del cuchillo, supe que era mi muerte y, al fin, el íntimo acero me degüella sin suspirar.

Carlos Caro
Paraná, 9 de noviembre de 2014
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Dudas con el tiempo

¿En realidad fue así mi vida? ¿Tal y como la recuerdo? He trastocado los días, los dolores y los amores, ¿o son solo chispazos entre neuronas que se perciben como formas reflejadas? Mi propia razón enquistó la duda. Me observé en una vieja fotografía de carnet y, si no fuera por mi nombre que figuraba al dorso, vaya a saberse quién era el personaje. Esto me inclina a creer el dicho de que la vida es un río que corre y nunca será el mismo dos veces.

Pienso entonces que mis recuerdos son fantasmas, gotas de ese río que, al verlas separadas parecen engañosamente estáticas. También advierto que la velocidad subjetiva de mi existencia es inversa a la cantidad de años. O sea, de joven el tiempo parecía un caracol, era difícil juntar los años necesarios para realizar una u otra de esas cosas interesantes. Mientras que ahora, atiborrado de ellos, y con ya un solo destino, azota como un monzón.

¿Qué trampas de la imaginación desarma nuestra mente para no caer en ellas? ¿Qué semillas de desconcierto planta sin saber cuánto o como crecerán? ¿Cómo llegué a desear, iluso, ese tupido pelo y la brillante sonrisa que no volverán desde la pequeña foto? Es demasiado extraño, no lo abarco y me confundo.
Recorro caminos actuales y a la vez, mi memoria, los superpone con los remedos del ayer. Me parecen los mismos colores, similares los lugares pero, sin embargo, los separan muchos años, una ilusión y un par de gruesos lentes que, estoy seguro, antes no existían.

Engañado, pensé que ese río se podía remontar a voluntad. Que con un salvavidas, un casco, un gomón y un fuerte remo, me iría adaptando a la corriente: nuevos trabajos y amores, hijos tal vez, nuevos hogares y modas.
Diversa suerte tuve al ese recorrer siempre el hoy, nunca miré atrás para ver la estela de los ayeres que se diluía y se escondía en los mismos lugares donde anidaban los sentimientos.
Y eso es lo que aprendo.

La única forma en que el pasado vuelva a ser hoy es recordándolo junto a los sentimientos. Ellos invierten lo que creo probado y el hoy, lo es, a través de ese pasado.

Qué me importan nuestros cabellos grises o las sonrisas no del todo propias. O los ojos, que si los guiñamos con magia, hacen translucir y desaparecer cada una de las arrugas. O, que así convertidos, hacen palpitar nuestro corazón cuando se miran. Todo esto es más real que la realidad, es nuestro hoy de todos los días ¿Por qué quisiéramos volver a pasar por todo lo bueno y lo malo del ayer en lugar de disfrutar de nuestro selectivo hoy? Ese que está compuesto por una frágil medida de memoria, otra brillante de existencia y una duda infinita por lo que falta venir.

Carlos Caro
Paraná, 04 de enero de 2015
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La baba

Sentía a la baba sobre mi cuerpo magullado, pegajosa, húmeda y a la vez viscosa. Chorreaba de mis cabellos aplastados contra el cráneo y me impedía abrir los ojos o la boca, solo respiraba lento a través de la nariz para poder seguir…, durar…

Olía a podrido, a muerte y a suciedad, encharcaba el suelo alrededor de los pies recorriéndome y goteaba en hilos desde mis dedos. Todo el vello de mi cuerpo protestaba en un escalofrío al pegarse a mi piel, era una sensación espantosa de la cual no sabía cómo salir. El instinto me decía que no debía moverme y tampoco lo deseaba, pues imaginaba un resbalón que me haría caer en esta horrible inmundicia.
Derrotado, quise pensar en Dayre con amor, pero el odio casi abre mi boca, ¿cuántos más debían ser tributo de su libertad? Pueden haber sido minutos o segundos, pero me parecieron horas las que así pasé. Por fin cesó.

Pareció que se hubiera cerrado un grifo y un aliento caliente la fue escurriendo y secando como una pátina. Por miedo a que se solidificara, abrí la boca e inspiré profundo; fui más cuidadoso con los ojos despegando lentamente las pestañas.
Volvió el horror y lo último que veo son los trozos de armas, huesos y armaduras alrededor, mientras que las fauces del dragón se cierran sobre mí.

Carlos Caro
Paraná, 1 de abril de 2015
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Espero el otoño

Lo anunciaron ayer como una curiosidad más de este año tan especial, sería un día de temperaturas moderadas. Aunque fue el pronóstico oficial del tiempo, lo consideré por sus yerros, más cercano a un supersticioso horóscopo, sin embargo, se cumplió.

Me desperté contento en este extraño día primaveral que rebosaba sol y frescura, aunque…, al poco rato advertí su demencia. Quizás sólo se traspapeló y apareció, despistado, cuando aún no era su turno. Al contrario de sus homólogos del verano, traía un frío invernal que me paralizó de cuajo en mi liviano pijamas. Me encojo de hombros y uso hasta la más pequeña prenda de abrigo que Julia, con su celo, no ha guardado hasta el año que viene.

Al mirar por la ventana que da a la calle, me divierto con la penuria ajena pues no soy el único sorprendido por la baja temperatura. Veo pasar buzos de jogging superpuestos, delicadas chalinas que con mil vueltas intentan emular a una simple bufanda, incongruentes impermeables de lluvia que han recuperado su forro y al inefable Don Pedro quien, feliz por la ocasión, aprovecha para lucir sin calores su simbiótica boina.

Con todo esto, mi vestimenta de arlequín pasará desapercibida y decido dar un paseo como aquellos de antaño. Siento que un río de gente me fagocita y me lleva. Por costumbre me apresuro a igualar el ritmo de ellos sin saber por qué o adónde. Me enojo por mi mansedumbre y pongo fin a esta situación con un brusco frenazo que me depara más de un «gentil» comentario de los que me siguen. Con disculpas me hago a un lado para no molestar. Comienzo de nuevo: me tranquilizo y entrecierro los ojos; sitúo mi mente en un mundo intemporal, mis pasos se vuelven serenos y ahora noto esos detalles que sí valen la pena.

La gente se esfuma en un borrón molesto, los automóviles retroceden años; son ahora pocos, lentos, negros. Miro hacia arriba y me sorprenden los balcones engalanados de flores que forman una cinta multicolor sobre las veredas que creía soleadas. Sin embargo, al mirar hacia abajo descubro a los cuidados canteros donde a espacios regulares crecen los árboles, quienes amablemente brindan una sombra inesperada sobre las veredas que cambia al vaivén de la brisa. Son los caminos del pasado que recorro con firmes piernas mientras saludo a los vecinos, también oigo gritar sus mercancías al verdulero y el chiflo con que se anuncia el afilador de cuchillos.

Los mismos canteros de los árboles, aunque exiguos, esconden las lombrices que desesperan de gula a los pájaros y albergan ramilletes de flores diminutas que compensan su pequeñez con la generosidad de su número. Mi imaginación delira, encuentro la más hermosa de las gardenias que crece entre dos baldosas de la vereda, me rindo a su perfume, la acaricio y presiento la ternura de la que será mi amada.

La realidad me da alcance, me regresa y me aferra sin piedad: un feo zapato aplasta la gardenia y sigue adelante sin inmutarse por su crimen. Me detengo apabullado, la escarcha de aquellas ilusiones se rompe en mi mente, la multitud afanosa me rodea de nuevo, los automóviles braman y ostentan colores, de modo que las veredas vuelven a ser solo lugares de tránsito en este estío inclemente.

Parece que alguien le recordó el almanaque al día y, como tratando de enmendar su error, sube tanto la temperatura que el tufo de la ciudad me asquea. Llamo a un taxi para regresar a casa, si lo intento caminando estas veredas ahora taladas, se me freirán los sesos antes de llegar. Cierro la puerta de la calle y a medida que me adentro, se apaga el batifondo del mundo estival.

Enciendo el aire acondicionado, es una suerte contar con su mecánico aire fresco, a su vez, protegido del calentamiento global y del agujero de ozono por el ventanal de vidrios polarizados, miro este nuevo jardín lleno de flores resistentes a los rayos infrarrojos y ultravioletas. Aún falta pasar el verano radiante, me digo, de modo que me armo de paciencia y con bronceador y lentes oscuros espero el otoño.

 

Carlos Caro/MJ

Paraná, 4 de noviembre de 2014

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Velorio de campo

Llegamos a media tarde. Habíamos recorrido unos cien kilómetros en mi pequeño automóvil y acudimos consternados por la noticia de la muerte inesperada de tu abuelo. En realidad no entendía esa situación, era en cierto modo surrealista, pues no había tenido abuelos varones ya que habían fallecido antes de mi nacimiento.

Sin embargo, con lo poco que lo conocí, percibí el cariño subterráneo que le profesabas. Su propiedad era un campo pequeño que estaba justo después que terminaba el pueblo y su entrada, guardada por una tranquera, estaba señalada por la cantidad de vehículos estacionados paralelos al camino de tierra.

Acostumbrado a la ciudad, me asombré de que la gente se hubiera acercado, no sólo en automóviles sino también en carros, sulkies y enjaezados caballos que se aburrían pastando atados al palenque.

Por supuesto, era velado en el comedor principal que había perdido su apariencia vaciado de muebles. La gran casa tenía forma de L y su lado menor estaba formado por la habitación de la cocina y el comedor de trabajo. Su rústica mesa era capaz de dar abasto no sólo con la familia si no con cuantos visitantes se arrimaran.

Antiguamente, en época de siembra o cosecha (me habías contado), en la rugiente cocina a leña se preparaba la comida para toda las peonada interviniente y se llevaba donde estuvieran para no detener el trabajo que aquí dependía del clima.

A esta hora, prácticamente todo el pueblo ya había presentado sus condolencias y amontonado junto a las mujeres de la familia a las más lloronas, esas que, por desacostumbrado, me estremecieron con sus lágrimas y gemidos.

Lo había conocido poco y quizás por eso o por mi ignorancia total de los quehaceres rurales, no había nacido todavía cariño entre nosotros, sólo un mutuo respeto. Lo recuerdo alto y enjuto, de pocas palabras pero sonriente y nunca quieto; tenía un importante ascendiente social y había sido dos veces presidente de la cooperativa. Con los años aprendí el reconocimiento de liderazgo y honestidad que entrañan cargos como ese.

Ya había anochecido y seguían llegando personas de los pueblos cercanos. Se había encendido una gran fogata que iluminaba el fondo mejor que algunos focos diseminados y luego se habían usado las brasas para preparar un sorpresivo pero necesario asado (los gruñidos de mi estómago lo agradecieron).

Comprendí que estando las mujeres ocupadas recibiendo los pésames, el proveer la comida quedaba a cargo de los hombres y el asado era lo mejor que sabían hacer. Entre idas y venidas transcurrió esa noche que he olvidado, quizás por no encontrarte o haberme dormido.

A la mañana siguiente se lo llevaron. Había sol pero todo se veía de un ceniza gris como si estuviera nublado, excepto el carro fúnebre con molduras y laqueado de negro, cristales en los costados que dejarían ver el féretro y dos espléndidos caballos oscuros. Una vez ubicado en él, emprendió con pompa y circunstancia el camino al cementerio y detrás se formó un extraño y largo cortejo de automóviles, carros y caballos.

Sin el tráfico de la ciudad, fue un desfile tranquilo que permitió en el trayecto rememorar al fallecido. Atravesó las murallas del camposanto a través de la reja abierta y se detuvo frente al panteón hecho por el padre del extinto, que, con sus costumbres italianas lo había edificado como capilla con mármoles y vitreaux que ni siquiera poseyó en su casa.

Una vez ubicado dentro, comenzó el retorno de los presentes, te apuré para que subieras al automóvil, ese al que hoy y siempre recuerdo con cariño, pues fue el auto que apadrinó nuestro noviazgo y casamiento. Al cruzar frente a la casa del abuelo sentí un premonitorio escalofrío, las rosas del frente se negaron a florecer, de los frutales del fondo habían caído todos sus frutos y las gallinas, sin nadie que las alimentara o protegiera, se escondían silenciosas.

Sólo el gallo vigilaba la tranquera abierta a través de la cual vi salir satisfecha y solapada a la muerte. Joven y tonto aceleré, pensando que así huiría de ella.

Carlos Caro
Paraná, 22 de marzo de 2015
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Renacer

Siempre quise vivir y nunca desfallecí pensando que era mejor morir. Sin embargo, no pensé que durar en el tiempo me traería tantos sinsabores. Mi memoria está rota en mil pedazos y a su vez, cada uno de ellos fragmentado; está llena de entremezclados buenos y malos momentos de familia. Evoco, sin la seguridad de saber, que al final solo eran mis hijos velando mis restos sobre la cama. Luego todo se trastoca, me parece subir y bajar, ser, no ser y ser nuevamente de manera distinta en una danza demencial que emprende mi alma.

Es el principio, comienzo a reconocer mis problemas. De seguro no son mis cabellos, tengo muy pocos y cortos. Mis músculos no responden, es como si tuviera un Parkinson que se ha hecho galopante; no puedo coordinar ningún movimiento y trasladarme de un lado a otro requiere de una preparación que los que me cuidan no están dispuestos a repetir continuamente y por eso, me han condenado a permanecer en una misma habitación.

Mis ojos, que apenas ven, ni siquiera me orientan sobre la forma y dimensiones de la morada. Es parte de mi prisión no reconocer donde estoy y que mis memorias inventen cada detalle de sus límites hasta que al final todas ellas sean borradas.

Podría haber sido peor, lo admito, me hubiera aterrado que encargaran mis cuidados a extraños, como otras veces. No controlo los esfínteres, no me doy cuenta y, aunque llore, varias veces deben cambiar mis prendas enchastradas con heces y orina.

Me desnudan sin el menor miramiento, tenga frío o calor. Protestan cada vez, como si dependiera de mí y me limpian sin decoro las partes pudendas. Me acomodan un pañal, lo ajustan con las cintas adherentes y me cubren con nuevos ropajes; es tanto el hastío que ya ni les preocupa el próximo evento.

No tengo días ni noches. De día se mezcla a deshora la luz del sol con la de las lámparas, y de noche, su oscuridad se confunde con la de las cortinas cerradas. Mi universo está poblado de sombras y colores que se mueven sin concierto, de infinitos ruidos ignotos que a veces me gustan y otras tantas me irritan. Únicamente reconozco con amor y nostalgia el palpitar de un primigenio corazón.

El tiempo parece transcurrir solo en mi mente y puede ser una mentira como otras que se confunden en un maremágnum de sensaciones, sin embargo, lo sigo a través de las comidas. Desdentado, no puedo masticar y me conformo con sorber leche o preparados de polvos nutritivos y agua, los cuales trasiego sin fondo.

Ya todo cambió. Aunque mi alma es la misma, sigue su camino. Y el ser de mi vida anterior sólo vuelve un instante como mirando por una rendija antes que su memoria sea borrada y reemplazada por mi nueva personalidad que renace con hambre y urge con un grito por el pezón de mi nueva mamá.

Carlos Caro

Paraná, 13 de enero de 2015
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